En marzo de 1960, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir llegan a Cuba. El periodista Carlos Franqui (director de Revolución,
órgano de prensa de la guerrilla), de viaje por París, los invita a
visitar la isla y observar la revolución en marcha. Entusiastas
tempranos de lo que luego sería un amasijo de contradicciones, la pareja
vierte sus impresiones instantáneas en la prensa francesa. Rescatamos
esas primeras miradas que son el inicio de la relación tormentosa y
desesperanzada entre los intelectuales y el régimen castrista. El hilo
que tienden estos dos franceses comprometidos recorre la segunda mitad
del siglo XX, abarca la geografía euro-americana, involucra una amplia
lista de poetas, escritores y periodistas de toda índole y —mucho
después del caso Padilla— acaba por enhebrarse casi definitivamente en
la ficción, con la prodigiosa novela de Leonardo Padura, El hombre que amaba a los perros (2009).
Lo posible imposible
Con menos arrojo que Sartre —quien publica una serie de dieciséis
artículos—, Simone de Beauvoir publica uno solo, titulado “Où va la
révolution cubaine?” (“¿A dónde va la revolución cubana?”) en el France observateur del
7 de abril de 1970. “Fidel Castro ha trastornado las nociones de lo
posible y de lo imposible. […] Es una especie de milagro pues hubo que
atreverse a creer en la suerte del hombre.” Para la autora de Le deuxième sexe,
el comandante era un símbolo de esperanza y sus palabras sembraron la
glorificación de Cuba en la izquierda francesa anti-imperialista. Tanto
Agnès Varda como Marguerite Yourcenar, tras los pasos de Sartre y
Beauvoir, volvieron de la isla habitados por una nueva fe en lo posible
imposible.
“Ouragan sur le sucre”
La pluma de Sartre ocupará el periódico France-Soir, día tras día, del
28 de junio al 15 de julio de 1960. No siempre en acuerdo con sus
opiniones, los directores otorgan, sin embargo, total libertad al
escritor para armar este conjunto, titulado “Huracán sobre el azúcar”.
El título se explica por la lectura histórica de Sartre: desde
principios de siglo, la isla se ve atrapada en el ciclo infernal de la
caña de azúcar. El monocultivo marca su dependencia al mercado de los
E.U. Se instaura un sistema feudal y el crecimiento demográfico asfixia,
poco a poco, a una sociedad empobrecida que mira atónita una tierra
baldía que abunda, sin embargo, en recursos naturales sin explotar.
Entre crónica y el reportaje, Sartre construye una minuciosa narración
de las décadas anteriores a la lucha armada, el desarrollo de sus
episodios urbanos y rurales y los primeros efectos de su victoria. Estos
textos arrojan una visión abarcadora, un retrato circunstancial, que
constituye toda una historia inmediata de la Revolución. No pierde de
vista ninguna faceta de la vida nacional: los hoteles, los autos, los
casinos, los restaurantes, las calles de La Habana, el campo, los
ingenios azucareros, la costa turística de Varadero, los ministros, los
meetings del comandante, las primeras huelgas, etc. Además de su calidad
descriptiva y perceptiva, “Huracán sobre el azúcar” explica y analiza
la Revolución sin contener una esperanza vigorosa. Son muy tímidos los
asomos de crítica al proceso iniciado en 1959. Denuncia más bien, una y
otra vez, el monopolio absoluto de las compañías estadounidenses y la
ausencia de una verdadera industria nacional, consecuencia del periodo
anterior: “¿Qué decir de un país en que los servicios públicos están
arrendados al extranjero?”. Presentamos a continuación algunos extractos
de aquella serie, en tanto que rescate de un fresco de época.
Alumbrado público
“Torrentes de luz eléctrica caen a bocajarro sobre La Habana,
iluminando bulevares, restaurantes, discotecas. ‘El oro extranjero
ilumina’, me decía yo. Porque estas riquezas no eran cubanas y las
compañías de los US son las verdaderas dueñas de la isla’”.
Para caballos
“La revolución es una medicina de caballo: una sociedad se quiebra los
huesos a golpe de martillo, demuele sus estructuras, revuelve sus
instituciones, transforma el régimen de la propiedad y redistribuye sus
bienes, orienta su producción siguiendo otros principios, trata de
aumentar lo más rápidamente posible su tasa de crecimiento y, en el
momento de destrucción más radical, busca reconstruir, procurarse,
mediante injertos óseos, un esqueleto nuevo; el remedio es extremo, a
menudo hay que imponerlo con violencia. El exterminio del adversario y
de algunos aliados no es inevitable pero hay que prepararse para ello
con prudencia. Después de eso, nada garantiza que el nuevo orden sea
arrancado de raíz por el enemigo interno o externo, ni que el
movimiento, si resulta vencedor, no pueda ser desviado por sus combates y
su victoria”.
En la era Battista
“El Jefe de la Policía adoraba al régimen, le hubiera sido devoto
hasta la muerte. Cada mañana, le llegaban diez mil dólares de los juegos
de La Habana. Los días se sucedían y, al menos en apariencia, se
parecían unos a otros. Los especuladores especulaban, los traficantes
traficaban, los desempleados descansaban, los turistas se embriagaban,
los campesinos, desnutridos, roídos de fiebre y parásitos, trabajaban
tierras ajenas un día de cada tres. De cada dos cubanos, uno sabía leer
y, de hecho, había dejado de hacerlo: los periódicos, bajo un control
férreo, se volvían ilegibles: la censura presionaba también los libros,
devastaba las librerías, la Universidad […] En fin, un país que parecía
resignado, una desgracia fija a temperatura constante”.
Azúcar de vida y muerte
“La isla vivía del azúcar; un día se dio cuenta que con él moría. Este
hallazgo, que transformó la resignación en furor y —como lo deseaba
Castro— la inercia en revolución, me tocó hacerlo a mi también, apenas
dejé las ciudades para llegar al campo”.
Arquitectura revolucionaria
“Habría que añadir esto: la revolución inventa su arquitectura, que
será hermosa: hace surgir del suelo sus propias ciudades. Mientras
tanto, combate la americanización oponiéndole el pasado colonial. Contra
la metrópolis voraz que era España, Cuba invocaba antaño la
independencia, la libertad de los Estados-Unidos; contra los
Estados-Unidos, se busca, hoy en día, raíces nacionales y resucita a los
difuntos colonos”.
Como diablos en la Sierra Maestra
“Al principio, cuando querían interrogar a un campesino respecto a un
movimiento de tropas, a un itinerario, había que capturarlo, sino el
desgraciado, viendo surgir a lo lejos a estos hombres sospechosos,
soltaba su pala y huía. Los insurgentes aprendieron a brotar de la
tierra como diablos, a formar un círculo alrededor de su hombre, a
retenerlo sin violencia”.
¿Y los croupiers?
“A partir del 1o de enero de 1959, en un departamento del Habana
Hilton, hubo un comandante del ejército rebelde que se llamaba Fidel
Castro y que parecía tener disponibilidad; en los edificios de la ciudad
vieja, entretanto, un hombre de ley rígida presidía el Consejo de
ministros. Urrutia, durante su presidencia, fue la legalidad encarnada,
en su universalidad más formal y tiránica:
—Elimino, decía, las casas de apuestas, los antros, los casinos, las
máquinas tragamonedas. […] Desde el día siguiente, una multitud inquieta
invadía el Hilton, se apretujaba en los elevadores, subía las escaleras
corriendo, entraba donde Castro sin otra formalidad. Eran los empleados
de los juegos con toda su familia. Gritaban que los estaban
estrangulando. ¿Setecientos mil desempleados, no eran bastante? ¿Había
que echar a la calle a todos esos trabajadores, desde la vendedora de
cigarros hasta al croupier?”.
La última forma de democracia
“Jiménez, el director del INRA, me ha dicho: ‘Las elecciones, ¿por qué
no? Yo no estoy en contra. Lo digo sin acalorarme porque, por el
momento, la política está muerta: usted conoce nuestros problemas,
nuestra urgencia. Más tarde, dice cordial, cuando renazca…’ Le pregunto,
para ver:
—¿Porqué renacería?
Es un hombre fino. Por encima de su barba, que le esconde el pecho,
una sonrisa arruga su rostro. Pero no me contesta. Después de un momento
de silencio:
—¿Por qué hablar siempre de la democracia en su aspecto político?
Este aspecto existe y puede usted estar seguro que no subestimo su
importancia, pero viene al último. No es más que un engaño si no se
resumen en la libertad de voto todas las manifestaciones de la libertad.
Yo no sé cómo son, en su país, las relaciones de los empleados y los
empleadores, pero aquí, antes del 1ero de enero de 1959, le puedo decir
que no eran democráticas. Hoy, la isla está en marcha y hemos dado al
pueblo posesión de sus derechos; cada golpe de machete, cada remache nos
hace avanzar hacia nuestro primer objetivo, la democracia del trabajo”.
Juventud al poder
“El escándalo más grande de la revolución cubana no es haber
expropiado las plantaciones, sino haber puesto a niños en el poder.
Desde hacía años, los abuelos, los padres, los hermanos mayores
esperaban el relevo en que el dictador tuviera a bien morirse: el avance
se haría en la vejez. […] ¡Ningún viejo en el poder! De hecho, no he
visto uno solo entre los dirigentes; dándole vueltas a la isla, en todos
los puestos de comando y de un lado al otro de la jerarquía, he
conocido, si me atrevo a decirlo, a mis hijos. En todo caso, a los hijos
de mis contemporáneos”.
La revolución de los insomnes
“Yo no sé cuándo descansa Guevara, cuándo descansan sus camaradas. Es
variable, supongo; el rendimiento lo decide; si baja, se detienen. Pero
de todas formas, puesto que buscan en la vida horas baldías, es normal
que se las arranquen, primero, a los latifundios del sueño […] ¿Cómo no
entenderlo? ¿Cómo no entender que la angustia y la ira frente a los
atentados y los sabotajes los mantiene en vela más de una noche? Pero es
que van mucho más allá; es que llegan casi a repetir las palabras de
Pascal: ‘Se debería no dormir más’ Nunca más. Parecería que el sueño los
ha abandonado, que ha emigrado, él también, a Miami; no les conozco más
que la necesidad de estar en vela”.
Horas con Fidel 1. Limonada tibia
“Una playa popular: abierta y vacía, hasta donde la vista alcanza. No
encontramos ni un alma, más que los empleados del INIT, que eran tres:
dos mujeres, un hombre. Una se ocupaba de los vestidores, otro se
encontraba en la barra del bar; el hombre parecía un vigilante. Los tres
nos afirmaron con todo el poder de la fe que esperaban obreros para el
final del día. ‘¿Muchos?’ ‘Algunos’. El rostro de Castro se ensombreció
un poco. Quiso verlo todo, hasta las toallas; nos las enseñaba, era más
bien su forma de mirarlas. Finalmente nos ofreció limonadas. Apenas
había mojado los labios en el vaso, lo dejó sobre la mesa y dijo con un
vozarrón: ‘Está tibia’. Se quedó callado, con la boca entreabierta.
Sombrío, como si retuviera su enojo, y entendí de golpe lo que estaba
pensando: ‘¿Cómo les va a gusta venir si no les dan ningún confort?’.
—¿Entonces no hay refrigeradores?— preguntó Castro
—¡Pues sí! Justamente sí— dijo la mesera— Pero no sirven.
—¿Se lo han dicho al encargado?
—Naturalmente, la semana pasada. Y no es gran cosa, ya usted sabe —
agrega con tono familiar— Un electricista lo haría en dos horas.
—¿Y nadie se ha encargado de repararlo?
Se encogió de hombros.
—Ya usted sabe lo que es esto— dijo ella.
Fue la primera vez que entendí —aún vagamente— lo que llamaba el otro
día ‘democracia directa’. Entre la mesera y Castro se había establecido
una connivencia inmediata; por su tono, sus sonrisas, su encogerse de
hombros, ella dejaba ver que no tenía ilusiones; y el primer ministro
—que era también el jefe rebelde—, expresándose sin ambages frente a
ella, la invitaba tranquilamente a la rebelión. ‘Es un agitador’, pensé
por primera vez. [Después, Castro inspecciona el refrigerador y luego se
dirige a la joven:]
—Una negligencia como ésta no sería nada, beberse una limonada tibia o
hasta tener sed le puede pasar a todo el mundo, pero sí revela una
falta de conciencia revolucionaria; si no hacemos, en cada playa, lo más
que podamos para el pueblo, el pueblo sabrá que no queremos realmente
que venga y no vendrá. Y digo que, si alguien no hace todo el tiempo
todo lo que puede —y hasta más—, es exactamente como si no hiciera
nada.”
Horas con Fidel 2. En coche, de pueblo en pueblo
“El coche se detuvo unas diez veces más: era un ómnibus. Recogimos a
una vieja campesina que esperaba el autobús y la dejamos en su pueblo:
ni Castro ni sus ministros se han prohibido el auto-stop. Yo guardaba
cien imágenes en mi memoria; se iban a revolver, era una lástima. Le
dije a Arcocha [el traductor]
—Voy a olvidar esas caras, se me van a mezclar; lo lamento: ¡cada uno
de esos campesinos tenía una personalidad tan fuerte! Y, además, son
unos individualistas: cada uno espera que Castro se les aparezca algún
día; mientras tanto se ponen a pensar; cada uno, según su carácter,
elabora un invento o una crítica pero siempre es la misma idea, y
vuelven a ella cada día. Tuve la sensación de que, en todos lados,
sacaban bruscamente una idea fija y la exponían rápidamente pero nunca
sentí que improvisaran.
—Dígale eso— me dijo Arcocha— a Castro
—Pues entonces— le dije— ¡traduzca!
Lo hizo. Castro me sonrió: el hielo se había roto. Hablamos de los
rurales; los consideraba, él también, como a los más grandes
individualistas. Lo que lo apasionaba, en las cooperativas, era la
tensión que se había establecido entre la voluntad común y la libre
personalidad de cada uno.
—Cuando los encargados son buenos, los trabajadores tienen todos la
pasión del trabajo en común; les interesa y lo sienten. Pero lo que me
gusta de ellos es que siguen siendo, en cualquier parte, personas
únicas.
—Me di cuenta— le dije—; a pesar de los sombreros, las camisas
cubanas y, a veces, los machetes, ninguno se parece al otro. ¿Saben
leer?
—¿Los que vimos? Supongo que la mayoría no.
—¡Vaya!— dije— cómo explicarlo: esos iletrados tenían pinta de ser muy cultos.
—Es porque piensan— respondió— Todo el tiempo. La revolución fue el
detonante: en cada uno, el pensamiento se puso en marcha y no va a
detenerse por lo pronto.
Habíamos regresado a la costa, una buena carretera, el mar estaba violeta, en el crepúsculo.
—¡Cuántas exigencias!— le dije.
Dijo:
—¿Dónde quiere que pongan su libertad? Nos exigen todo; es nuestra
desgracia. Desde que provocamos la desbandada de los mercenarios, creen
que lo podemos todo.
Volvió a encender el puro y agregó con algo de tristeza:
—Se equivocan, es mucho más fácil que cien hombres valientes hagan
polvo a cincuenta mil soldados malos que seis millones de trabajadores
encarnizados doblen, en un año, la producción. Mire, nuestra existencia y
nuestra victoria les ha dado ese derecho imprescriptible: reclamar; y
nosotros debemos decirles, justamente: todavía no, este año no.
—Cuando lo arrancan del coche— dijo Simone de Beauvoir— parece que
está usted, al menos durante los primeros minutos, de un humor
espantoso. ¿Es cierto?
Se volteó hacia ella y la miró sin responder, sorprendido, empeñado
como cada vez que se hable de él. Pero Celia dijo de inmediato:
—Es cierto, es muy cierto.
Dejó enfrente su puro apagado.
—Debe ser verdad— dijo— Me alegra que me rodeen y que me den
empujones. Pero sé que van a exigir algo que tienen derecho a recibir y
que yo no tengo medios para darles.
[Horas después, esa misma tarde, Sartre vuelve a sacar el tema a colación:]
—Todos los que pidan algo, sea lo que sea que pidan, tienen derecho a obtenerlo…
Arcocha tradujo: Fidel no contestó. Insistí:
—¿Es lo que piensa usted?
Jaló del puro y dijo con fuerza:
—¡Sí!
—Porque las peticiones, de una manera u otra, ¡traducen una necesidad!
Me respondió sin voltearse:
—La necesidad de un hombre es su derecho fundamental sobre todos los demás.
—Y si le pidieran la luna— le dije, seguro de su respuesta.
Jaló del puro, se dio cuenta de que estaba apagado, lo dejó y se volteó hacia mi.
—Si me pidieran la luna, es porque tendrían necesidad de ella— me respondió”.
Traducción y notas de Álvaro Ruiz Rodilla
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