“Trataré de abordar la cuestión de la
conciencia desde un punto de vista científico […] defenderé que en
nuestra imagen científica actual falta un ingrediente esencial. […]
Mantendré que este ingrediente es en sí mismo algo que no está más allá
de la ciencia”.
—Roger Penrose,
Las sombras de la mente
En abril presenté, pasando como sobre brasas, el tema que nos puede
resultar más apasionante a los humanos y quizás el más difícil: cómo
nuestros átomos un día tuvieron conciencia del mundo externo y de sí
mismos: dolores, tristezas, alegrías, entusiasmos, hambre, deseos. Una
respuesta religiosa es, como siempre, fácil, incomprobable y definitiva,
esto es: cierra el camino a toda investigación. “Así hizo Dios el
mundo” y no hay nada más que agregar.
Con o sin dioses, la postura dualista dice que somos dos sustancias:
alma y cuerpo. El cerebro es necesario, pero quien se expresa por él es
el alma. Descartes le dio certificado laico a lo mismo: somos dos
sustancias:
res extensa (la cosa extensa) y
res cogitans (la cosa pensante). ¿A dónde vamos por ahí? A ningún lado: tenemos un títere de carne y huesos manejado por el titiritero
cogitans. Ahora, debemos explicar el titiritero.
Uno de los primeros en negar ese dualismo, en tiempos cercanos, fue
el judío-portugués-holandés Baruch Spinoza. Es una belleza el libro del
neurofisiólogo Antonio Damasio acerca de este contemporáneo de
Descartes.
Son admirables los hombres prometeicos que no se dan por vencidos y
siguen, siguen, tratando de explicar algo inefable: la conciencia. Y
nada más en el siglo XX el listado es largo: Dennett, Hofstadter,
Chalmers, Penrose, Varela, Edelman, Damasio, Koch, Ramachandran y otro
medio centenar. Y el faro filosófico de John Searle. Podemos intuir el
Quién es quién, desde sus títulos:
La conciencia explicada, es el principal de Dennett: él ya lo sabe;
El misterio de la conciencia, la muy precisa revisión de Searle;
Las sombras de la mente,
de Penrose, uno de los grandes físicos y matemáticos hoy vivos. Son los
extremos. Hay uno que se las sabe de todas todas, otros que dudan.
Prefiero como lector a los segundos.
Como han pasado ya dos meses, hago un breve resumen: tenemos átomos
de elementos pesados, como hierro, carbono, potasio. Con cuatro mil
millones de años de mutaciones elegidas por la selección natural,
encontramos animales que poseen conciencia: peces que disparan un buche
de agua contra un insecto descuidado sobre la orilla de un arroyo, lo
hacen caer y se lo comen (conceptos clave en la conciencia del pez:
comida afuera del agua, animal que ve —si me ve, huye—; si escondido le
arroja agua, cae… El pez no conoce a Newton, pero sabe que la libélula
mojada caerá… si me apresuro, me la como); gaviotas que arrojan pan al
agua para atraer un pez y pescarlo, perros que se reconocen entre sí
como amigos o no tanto. Animales que vislumbran una solución y se les ve
en la mirada: la ardilla descubre la topología de poleas, cables y
palancas que puede abrir un depósito de alimento, un mono intuye que
insertando un par de palos, uno en otro, alcanzará a jalar un plátano.
Puede no sonar muy científico, pero se les
ve en la mirada.
La conciencia viene en grados
Hay grados diversos de conciencia. Luego el cerebro humano se investiga a
sí mismo. Y la neurofisiología nos dice qué nos ocurre cuando sentimos.
Puse un ejemplo extremo: dos hombres jóvenes lloran abrazados en un
baño de vapor. Con diversos instrumentos vemos y medimos la tormenta en
sus cerebros: neurotransmisores, axones de neuronas llevando señales,
cerrando, abriendo, áreas cerebrales activadas, otras apagadas.
Ahora, eso que vemos en una pantalla e imprimimos, ¿es todo? Dennett y
otros dicen que sí. Penrose y Searle encabezan el no. Horgan habla de
una “laguna explicativa” entre la actividad cerebral y la conciencia (la
actividad objetiva del cerebro y el amor subjetivo de esos dos en mi
ejemplo): cómo la actividad de neuronas se transforma en gozo, dolor,
recuerdo, migraña, amor, amor perdido. La actividad cerebral es un dato
objetivo. El sentimiento es subjetivo.
El matemático y físico inglés Roger Penrose, experto con Hawking en
agujeros negros, se ha metido a explorar el agujero negro más cercano:
la conciencia, empleando la física cuántica. “Creo que es importante que
cualquier lector que desee comprender cómo puede entenderse un fenómeno
tan extraño como la mente en términos de un mundo físico
material, tenga noción de cuán extrañas son las reglas que gobiernan ese ‘material’ de nuestro mundo físico”, señala en
Las sombras de la mente, p. 9, donde profundiza en el camino cuántico seguido en
La nueva mente del emperador (NME). En esencia, necesitamos una nueva física para comprender la mente, postula Penrose, y se pone a buscarla con afán.

En nuestra imagen científica actual falta un ingrediente esencial, pero es un ingrediente que
no está más allá de la ciencia, y subraya el
no.
También argumenta con vehemencia contra la tan de moda comparación
entre la conciencia y la computadora. Se pregunta cómo encajan en esa
imagen computacional nuestros sentimientos, la felicidad, el dolor, el
amor, los sentimientos estéticos, la voluntad, el entendimiento. En
NME
ofrece un divertido ejemplo. Cito de memoria: tenemos tecnología
suficiente para crear un robot de aspecto humano que, con las manos a la
espalda, deambule murmurando: ¡Oh, Dios mío! ¿Cuál es el sentido de la
vida?
¿Estamos ante la angustia de Macbeth cuando se pregunta si la vida es
un cuento narrado por un idiota, que nada significa? ¿Estamos ante la
angustia de Kepler mirando el universo? ¿No? ¿Cómo lo probamos? Ésa es
la tarea de Penrose. Aplica la cuántica y el Teorema de Gödel.
Kurt Gödel y la conciencia
Siguiendo el programa planteado por David Hilbert en 1900, Russell y
Whithead habían publicado en 1910 los enormes primeros tomos de sus
Principia Mathematica.
Kurt Gödel, en el todavía Imperio Austro-Húngaro, tenía cuatro años. En
1931, a los 25, publicó “La prueba de Gödel”, como la llama
Britannica: “Sobre las proposiciones formalmente indecidibles de los
Principia Mathematica
y sistemas afines”. En pocas cuartillas probaba que cualquier conjunto
de axiomas para formalizar con ellos la aritmética tendría siempre
proposiciones sobre las que no se podría decidir si eran verdaderas o
falsas. Una guía magnífica es
El teorema de Gödel, de Nagel y Newman, Conacyt.
¿Y eso qué con la conciencia humana? Hay un corolario asombroso:
“Dado un determinado problema, puede construirse una máquina que lo
resuelva; pero no puede construirse una máquina que resuelva todos los
problemas… El cerebro humano puede hallarse afectado de esta
limitación”,
op.cit. p. 123.
“¿Qué consiguió el teorema de Gödel? […] dio un paso adelante en la
filosofía de la mente. Estableció sin discusión que ningún sistema
formal válido de reglas de demostración matemática puede ser suficiente,
ni siquiera en principio, para establecer todas las proposiciones
verdaderas de la aritmética ordinaria. Esto ya es notable. Pero muestra
que la intuición y la comprensión humanas no pueden reducirse a ningún
conjunto de reglas computacionales […] Parte de mi objetivo aquí será
tratar de convencer al lector de que el teorema de Gödel demuestra esto,
y proporciona la base de mi argumento de que debe haber más en el
pensamiento humano de lo que puede alcanzar nunca un ordenador, en el
sentido que hoy damos al término
ordenador”, Penrose, pp. 78-79.
Lo que sigue, según opinión del filósofo de la conciencia John
Searle, es un “libro largo y difícil”, Searle, p. 63. “Pero es el único
que conozco en el que ustedes podrán encontrar una exposición extensa y
clara de los dos grandes descubrimientos: el teorema de incompletitud de
Gödel y la mecánica cuántica”, p. 59.
Así que, vayamos al libro largo y difícil: “El argumento de Gödel no
es a favor de que haya verdades matemáticas inaccesibles. Lo que sí
afirma (énfasis de Penrose) es que las intuiciones humanas están más
allá de los procedimientos computables”, Penrose, p. 440.
“¿A dónde nos lleva esto?”, pregunta Susan Blackmore a Penrose en sus
Conversaciones sobre la conciencia, p. 250.
RP: “Intento decir que si necesitas que el cerebro haga cosas no
computacionales, tienes que encontrar algo en el cerebro que tenga una
posibilidad razonable de acumular efectos cuánticos a gran escala, y ahí
es donde entran los microtúbulos…”.
En las células principales del cerebro, las neuronas, hay una
estructura interna llamada citoesqueleto. Sus prolongaciones largas,
axones, conductores de las señales, están constituidos por microtúbulos.
Los fenómenos cuánticos más asombrosos, como la superposición de
estados (onda y partícula al mismo tiempo), la no localidad (dos
partículas se modifican al instante como si no las separara espacio
alguno), dicho con un par de ejemplos, ocurren sólo en dimensiones del
orden atómico. Penrose por eso se entusiasma con el citoesqueleto:
Son “moléculas de tipo proteínico dispuestas en varios tipos de
estructuras […] Son los microtúbulos los que nos interesan. Éstos
consisten en tubos cilíndricos huecos, de unos 25 nanómetros de diámetro
exterior y 14 de interior (un nanómetro es la millonésima parte de un
milímetro)”, p. 378. Deberíamos conocerlos, por eso, como nanotúbulos.
En la disposición de los microtúbulos, como manojos hexagonales,
aparecen números de Fibonacci. Una serie de Fibonacci se hace sumando
los dos números anteriores: 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21… Es asombroso,
pero se observan series de Fibonacci en las semillas de girasol, la
disposición de las ramas en los árboles, en el caracol nautilus, en toda
serie de secciones áureas… y en los manojos de microtúbulos de las
neuronas. Pero no es la parte que interesa a Penrose, sino las
posibilidades cuánticas a la escala del nanómetro:
“De hecho, Hameroff y sus colegas han defendido, durante más de una
década, que los microtúbulos pueden realizar funciones como autómatas
celulares, en los que señales complicadas podrían ser transmitidas y
procesadas a lo largo de los tubos como ondas de diferentes estados de
polarización eléctrica…”, p. 384.
Pausa: los estudios para tener, ya pronto,
computadoras cuánticas, están basados en la superposición de estados: un
transistor lo bastante minúsculo podría entrar en superposición de
estados: encendido y apagado. Esto daría que el lenguaje binario de
nuestras computadoras, 0,1, se transformara en 0 y también 1. La
capacidad de procesamiento se elevaría por miles de millones. Lo que
puede ocurrir en nuestros cerebros es que las señales viajen en
superposición de estados por los microtúbulos.
¿Penrose responde cómo pasamos de señales nerviosas objetivas,
medibles, visibles: transmisión en los axones de las neuronas, descargas
de neurotransmisores, áreas de análisis en el cerebro, y cuanto ocurre
en un fMRI, a los sentimientos subjetivos de gozo, amor, tristeza,
pérdida, arte y cuanto nos hace conscientes, si damos ese nombre a
percatarnos de nosotros mismos? No. Apunta un camino.
Los condensados Bose-Einstein
No es suficiente el mundo subatómico donde una partícula puede estar en
superposición de estados, como un fotón que tiene al mismo tiempo una
polarización y la opuesta; el entrelazamiento (
entanglement) de
dos partículas que tanto molestó a Einstein porque exige que el cambio
en una produzca el cambio instantáneo en otra, lo cual viola el pilar de
la relatividad que es la inexistencia de acciones instantáneas pues la
señal más rápida debe ir a la velocidad de la luz, la máxima en el
universo…
“Mi punto de vista es que debemos buscar mucho más profundamente
dentro de las estructuras ‘materiales’ físicas y reales que constituyen
los cerebros. ¡Y también más profundamente en la cuestión misma de lo
que es realmente una estructura ‘material’!”, p. 371. Si ya la materia
no sigue los sensatos principios aristotélicos y se borra la línea entre
el ser y la nada con la “fuerza del vacío” —medida por Casimir y
Polder: partículas virtuales surgen
ex nihilo y vuelven a la
nada si el instante de “ser” es lo bastante minúsculo para que lo
permita el principio de incertidumbre—, estamos ante una materia muy
diversa a la que conocemos al patear una piedra.
Pero tampoco propone Penrose buscar los efectos cuánticos de
partículas y átomos, “sino en los efectos de sistemas cuánticos que
mantienen su naturaleza cuántica en una escala mucho mayor”. Para eso
necesitamos que el cerebro tenga un aislamiento adecuado del medio. Sin
“protección” los efectos del mundo subatómico desaparecen.
Y busca Penrose en sistemas: “¿Qué es la coherencia cuántica?”,
pregunta: “es cuando grandes números de partículas pueden cooperar
colectivamente […] Hay coherencia cuando las oscilaciones en lugares
diferentes varían al unísono. Aquí, con coherencia cuántica hablamos de
la naturaleza oscilatoria de la función de onda”,
Ídem. Esta función está definida por la ecuación de Schrödinger para las partículas.
¿Conoce la física algo así? Fue propuesto desde 1920 por el indio
S.N. Bose y desarrollado por Einstein en 1925. Se le llama condensado
Bose-Einstein, y es el quinto estado de la materia. En 1995, el equipo
de los estadunidenses Eric Cornell y Carl Wieman atraparon dos mil
átomos. Quedan descritos como una sola y enorme partícula.
Tendríamos así no únicamente las vías neurales estudiadas por los
neurofisiólogos, sino “grandes áreas del cerebro implicadas en estados
cuánticos colectivos”, como en los condensados Bose-Einstein.
Y admite, “por supuesto, la coherencia cuántica a gran escala
no
implica, por sí misma conciencia, o los materiales superconductores
serían conscientes. Pese a todo es posible que tal coherencia pudiera
ser parte de lo que necesita la conciencia”, p. 430. Y sin duda, la
selección natural no la creó solamente para nosotros, los humanos.
n
Luis González de Alba. Escritor. Acaba de aparecer en eBook su libro
Jacob, el suplantador.
www.luisgonzalezdealba.com