1 octubre, 2016
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En diciembre de 1989 el dictador panameño Manuel Noriega fue
removido del poder por tropas estadunidenses. Para eludir la captura se
refugió en la Nunciatura Apostólica de la Ciudad de Panamá. Cuando un
general estadunidense llegó a conversar con el nuncio apostólico, el
ejército de Estados Unidos lanzó música desde altavoces para evitar que
los periodistas escucharan algo. Miembros de una unidad de operaciones
psicológicas (psyops) decidieron, entonces, que sería posible
afligir a Noriega hasta la rendición con música sin tregua. Solicitaron
canciones a la estación militar local y dirigieron el ruido hacia la
ventana de Noriega. Se creía que el dictador prefería la ópera, así que
en la lista de reproducción dominaba el rock duro. Canciones con
mensajes amenazantes y a veces burlones: “No more Mr. Nice Guy”, de
Alice Cooper, “You shook me all night long”, de AC/DC.
Ilustraciones: Adrián Pérez
Aunque los medios de comunicación se agasajaron el espectáculo fue
recibido sombríamente por el presidente George H. W. Bush y el general
Colin Powell, entonces presidente del Estado Mayor Conjunto de Estados
Unidos. Bush llamó a la campaña “irritante y mezquina”, y Powell ordenó
que cesara. Se dice que Noriega, quien había recibido entrenamiento de
operaciones psicológicas en Fort Bragg durante los sesenta, durmió
plácidamente durante el clamor. Sin embargo, oficiales civiles y
militares estaban convencidos de que habían descubierto una táctica
valiosa. “Desde el incidente Noriega se ha visto un aumento en el uso de bocinas”, declaró un vocero de psyops.
Durante el asedio del complejo de la Rama Daviniana, en Waco, Texas, en
1993, el FBI lanzó música y ruido día y noche. Cuando militantes
palestinos ocuparon la Iglesia de la Natividad, en Belén, en 2002, se
informó que fuerzas israelíes presuntamente intentaron expulsarlos con
heavy metal. Y durante la ocupación de Irak la CIA añadió música al
programa de tortura conocido como “interrogación aumentada”. En
Guantánamo los detenidos eran desnudados, encadenados a sillas y cegados
por luces estroboscópicas mientras sus oídos eran asaltados por heavy
metal, rap y tonadas infantiles. La música ha acompañado a los actos
bélicos desde que las trompetas sonaron en los muros de Jericó, pero en
décadas recientes se ha utilizado de arma como nunca antes —diseñada
para el panorama irreal de la guerra moderna.
La intersección de música y violencia ha inspirado un torrente de
estudios académicos. Tengo sobre mi escritorio una atemorizante pila de
libros que examinan la tortura y el acoso, las listas de reproducción de
soldados e interrogadores de la guerra de Irak, las tácticas musicales
en la prevención de delitos en Estados Unidos, las crueldades sónicas
infligidas durante el Holocausto y otros genocidios, las preferencias
musicales de militantes de Al Qaeda y
skinheads neonazis.
También hay una nueva traducción al inglés, realizada por Matthew Amos y
Fredrick Rönnbäck, del libro de Pascal Quignard
El odio a la música,
1 que explora las asociaciones ancestrales entre música y barbarie.
Cuando la música se aplica a fines beligerantes tendemos a creer que
fue desviada de su naturaleza inocente. Por citar algunos lugares
comunes: tiene los encantos para tranquilizar a las bestias; es el
alimento del amor; nos une y nos libera. Nos resistimos a la evidencia
de que la música puede nublar la razón, agitar la ira, causar dolor,
incluso matar. Es poco probable que los tratados eruditos sobre el lado
oscuro de la música se vendan tan bien como los optimistas libros
científicos que pregonan su capacidad para volvernos más listos, más
felices y más productivos. Y sin embargo, probablemente, nos acercan más
a la verdadera función de la música en la evolución de la civilización
humana.
Un pasaje notable de Listening to War: Sound, Music, Trauma, and Survival in Wartime Iraq, de J. Martin Daughtry, evoca el sonido del campo de batalla en la más reciente guerra de Irak:
El gruñido del motor del Humvee. El tuc-tuc-tuc del
helicóptero que se aproxima. El zumbido del generador. Voces humanas
gritando, llorando, preguntando en lengua extranjera. “¡Allahu akbar!”: el llamado al rezo. “¡Al suelo!”:
la orden gritada. El tatatatatata de las armas automáticas. El
shhhhhhhhhh del proyectil volando. El fffft de una bala al desplazar el
aire. El agudo k-k-k-k-r-bum del mortero. El atronador BUM del artefacto
explosivo improvisado.
Daughtry subraya algo crucial sobre la naturaleza del sonido y, por
extensión, de la música: escuchamos no sólo con nuestros oídos sino con
nuestro cuerpo. Nos estremecemos ante los sonidos fuertes antes de que
nuestro cerebro consciente comience a tratar de entenderlos. Es por ello
un error colocar “música” y “violencia” en categorías separadas; como
escribe Daughtry, el sonido en sí mismo puede ser una forma de
violencia. Los obuses al detonar lanzan ondas supersónicas que
desaceleran y se vuelven ondas de sonido; se ha relacionado a tales
ondas con lesiones cerebrales traumáticas, alguna vez llamadas shock de proyectil.
A los síntomas del desorden de estrés postraumático suelen detonarlos
las señales sónicas; los habitantes de Nueva York lo experimentaron
después del 11 de septiembre, cuando el sonido de la ponchadura de una
llanta hacía que todos brincaran
El sonido es aún más potente porque no se puede escapar a él: satura
un espacio y puede atravesar paredes. Quignard —novelista y ensayista de
un estilo oblicuo y aforístico— escribe:
Todo sonido es lo invisible en la forma de un rebanador de
envolturas. Sean cuerpos, habitaciones, apartamentos, castillos,
ciudades fortificadas. Inmaterial, rompe todas las barreras
Escuchar no
es como ver. Lo visto puede ser abolido por los párpados, puede ser
detenido por paredes divisorias o cortinas, los muros pueden hacerlo
inaccesible. Lo que se escucha no sabe de párpados, ni de paredes
divisiorias, ni de cortinas, ni de muros… El sonido irrumpe. Viola.
El hecho de que los oídos no tengan cortinas —no obstante la
existencia de tapones— explica por qué las reacciones a sonidos
indeseados pueden ser extremas. Nos enfrentamos con intrusos sin rostro;
nos tocan manos invisibles.
Avances tecnológicos, sobre todo en el diseño de altoparlantes, han
aumentado los poderes invasivos del sonido. Juliette Volcler, en Extremely Loud: Sound as a Weapon,
detalla intentos de fabricar dispositivos sónicos para debilitar
fuerzas enemigas o dispersar multitudes. Dispositivos acústicos de largo
alcance, apodados “cañones de sonido”, lanzan tonos agudos y punzantes
de hasta 149 decibeles —suficiente para causar daño auditivo
permanente—. Unidades policiacas utilizaron estos dispositivos en un
rally de Occupy Wall Street en 2011 y en Ferguson, Missouri, en
2014, entre otros escenarios. Un dispositivo comercial llamado “El
Mosquito” disuade a los jóvenes de que anden merodeando; emite sonidos
en el rango de los 17.5 a los 18.5 kilohertz, que, en general, sólo
pueden escucharlo menores de 25 años. Una investigación avanzada del
ejército estadunidense sobre armas de alta y baja frecuencia, cuyos
programadores esperaban la capacidad de “licuar los intestinos”, al
parecer fracasó en la obtención de resultados, aunque las teorías de
conspiración abundan en Internet.
Los seres humanos reaccionan con una particular repulsión a las
señales musicales que no son de su elección o agrado. Muchas teorías
neurocientíficas sobre cómo actúa la música en el cerebro —como la
noción de Steven Pinker de que la música es cheescake auditivo,
un placer biológico inútil— ignoran cómo los gustos personales afectan
nuestro procesamiento de información musical. Un género que enfurece a
una persona puede tener un efecto placebo en otra. Un estudio de 2006
realizado por la psicóloga Laura Mitchell, que evaluaba a la
musicoterapia como paliativo del dolor, descubrió que a una persona que
sufre la beneficia más su “música preferida” que las piezas con
supuestas e innatas capacidades tranquilizadoras. En otras palabras, la
musicoterapia para un aficionado al heavy metal debe consistir en heavy
metal, no en Enya.
En Music in American Crime Prevention and Punishment, Lily
Hirsch explora cómo las divergencias en gusto pueden utilizarse para
fines de control social. En 1985 los gerentes de algunas tiendas
7-Eleven en la Columbia Británica comenzaron a reproducir música clásica
y música easy-listening en sus estacionamientos para alejar a
adolescentes que merodeaban. La idea era que a esos jóvenes tal música
les parecería insufrible. La compañía aplicó entonces esta práctica en
toda Norteamérica, y pronto se extendió a otros espacios comerciales.
Para el disgusto de muchos aficionados a la música clásica,
particularmente para los jóvenes solitarios, al parecer la estrategia
funciona. Esta es una inversión del concepto de Muzak, que fue inventado
para dar un agradable recubrimiento sónico al espacio público. Aquí, la
música instrumental se vuelve repelente.
Para Hirsch no es coincidencia que 7-Eleven haya perfeccionado su
técnica de limpieza musical mientras que las tropas estadunidenses
experimentaban con el acoso musical. Ambas reflejan la estrategia de
“disuasión a través de la música”, capitalizando la ira en contra de lo
indeseado. La proliferación de la tecnología digital portátil, desde los
discos compactos al iPod y los teléfonos inteligentes, vuelve más fácil
que nunca imponer música en un espacio y apretar las tuercas
psicológicas. El siguiente paso lógico podría ser un algoritmo de
Spotify que pueda descubrir qué combinación de canciones es la que de
modo más factible lleve a cierta persona a la locura.
Cuando Primo Levi llegó a Auschwitz, en 1944, luchó por comprender no
sólo aquello que veía, sino también lo que escuchaba. Cuando los
prisioneros regresaban al campamento después de un arduo día de trabajo,
marchaban al compás de música popular pegajosa: particularmente la
polka “Rosamunde”, entonces un éxito internacional. (En Estados Unidos
era conocida como “la polka del barril de cerveza”; las Hermanas
Andrews, entre otros, la cantaban.) La primera reacción de Levi fue la
risa. Pensó estar presenciando una “farsa colosal en clave teutona”.
Después comprendió que la grotesca yuxtaposición de música ligera y
horror estaba diseñada para destruir el espíritu tan definitivamente
como los crematorios destruían los cuerpos. Los alegres compases de
“Rosamunde”, que también emanaron de altavoces durante las ejecuciones
masivas de judíos en Majdanek, se burlaban del sufrimiento infligido en
los campos.
Los nazis fueron pioneros del sadismo musical, aunque al parecer sus
bocinas se desplegaran más para ocultar los gritos de sus víctimas que
para torturarlas. Jonathan Pieslak, en su libro de 2009 Sound Targets: American Soldiers and Music in the Iraq War, encuentra un revelador precedente cinematográfico en Foreign Correspondent,
largometraje de Alfred Hitchcock de 1940, donde espías nazis atormentan
a un diplomático con luces brillantes y música swing. Hasta cierto
punto el interrogatorio con sonidos aumentados pudo ser una fantasía de
Hollywood que migró a la realidad —de la misma manera que otros aspectos
del sistema de tortura estadunidense se inspiraron en programas de
televisión como 24. De manera similar, en la Batalla de
Fallujah, en 2004, bocinas montadas en Humvees bombardearon a los
iraquíes con Metallica y AC/DC, imitando la escena de Wagner en Apocalypse Now,
en la que un escuadrón de helicópteros pone a todo volumen “La
cabalgata de las valquirias” mientras reduce a escombros una aldea
vietnamita.
Jane Mayer, colaboradora de The New Yorker, y otros
periodistas han mostrado que la idea de castigar a alguien utilizando
música surgió también de investigaciones sobre “tortura sin contacto”
—que no deja marcas en los cuerpos de sus víctimas— durante la Guerra
Fría. Los investigado- res de la época demostraron que la privación y
manipulación sensorial, incluyendo periodos extendidos de ruido, podían
desintegrar la personalidad de un individuo. A partir de a década de los
cincuenta los programas de entrenamiento para soportar tortura que
recibían los soldados y los agentes de inteligencia incluyeron un
componente musical; en algún punto, la lista de reproducción
supuestamente incluía la banda industrial Throbbing Gristle y la
vocalista avant-garde Diamanda Galás. El concepto se extendió a
unidades militares y policiales en otros países, donde no se aplicaba a
reclutas sino a prisioneros. En Israel los detenidos palestinos era
atados a sillas bajas, esposados, encapuchados y sumergidos en música
clásica de vanguardia. Durante el régimen de Pinochet, en Chile, entre
otras selecciones los interrogadores utilizaban la banda sonora de A Clockwork Orange,
cuya notoria secuencia de la terapia de aversión, musicalizada con
Beethoven, es posible que haya alentado experimentos similares en la
vida real.
En Estados Unidos la tortura musical fue autorizada en un memorándum
del general Ricardo Sanchez, en 2003. “Los gritos, la música a alto
volumen y el control de luces” podían utilizarse “para generar miedo,
desorientar al detenido y prolongar el shock de su captura”, siempre y
cuando el volumen “se controlara para evitar daños”. Tales prácticas ya
habían sido reveladas al público en un artículo de Newsweek en
mayo de ese año. El artículo señalaba que los interrogatorios incluían
por lo general el empalagoso tema de “Barney y sus amigos”, en el que un
dinosaurio morado canta: “Te quiero yo/ Y tú a mí/ Somos una familia
feliz”. El autor del artículo, Adam Piore, mencionó posteriormente que
sus editores se aproximaron al tema en términos de burla, añadiendo un
golpe sardónico: “A la búsqueda de que parte del equipo de Barney
hiciera comentarios, Newsweek padeció cinco minutos del tema de
Barney mientras la llamada estaba en espera. Sí, también a nosotros nos
quebró”. Tal como hicieron con los incidentes de Noriega y Waco, los
medios propusieron canciones de tortura ideales como si fuera un juego.
La hilaridad bajó cuando fue descubierto lo que sucedía en Abu
Ghraib, Bagram, Mosul y Guantánamo. A continuación algunos registros de
la bitácora del interrogatorio de Mohammed al-Qahtani, el supuesto
“vigésimo secuestrador” que no pudo entrar a Estados Unidos en agosto de
2001:
1315: El médico revisó los signos vitales —O.K. Se reprodujo música
de Christina Aguilera—. Los interrogadores ridiculizaron al detenido
desarrollando historias creativas para llenar los huecos en la coartada
del detenido.
0400: Se le dijo al detenido que se pusiera de pie y se reprodujo
música a volumen alto para mantener al detenido despierto. Se le dijo
que podría dormir cuando dijera la verdad.
1115: El equipo de interrogatorio entró a la cabina. Se reprodujo
música a alto volumen que incluía canciones en árabe. El detenido
protestó porque escuchar música árabe es una violación al islam.
0345: Se le ofreció comida y agua al detenido —las rechazó—. El
detenido solicitó que se apagara la música. Se le preguntó al detenido
si podía encontrar un pasaje del Corán en el que se prohibiera la
música.
1800: Se reprodujo una variedad de selecciones musicales para agitar al detenido.
Parece ser que Aguilera fue escogida por creerse que las cantantes
femeninas ofendían a los detenidos islamistas. Las listas de
reproducción de los interrogatorios también incluían canciones de heavy
metal y rap que, como en el caso de Noriega, llevaban mensajes de
intimidación y destrucción. Canciones en rotación regular incluían “Kim”
de Eminem (“Siéntate, perra/ Si te mueves de nuevo voy a partirte la
madre”) y “Bodies”, de Drowning Pool (“Dejen que los cuerpos golpeen el
suelo”).
¿Acaso la escucha bajo coerción califica como tortura? La musicóloga
de NYU Suzanne Cusick, una de las primeras académicas que pensaron
seriamente sobre la música en la guerra de Irak, tocó el tema en un
artículo publicado en 2008 en The Journal of the Society of American Music.
Durante la administración de Bush el gobierno de Estados Unidos sostuvo
que las técnicas que inducían dolor psicológico y no dolor físico no se
consideraban tortura según la definición de las convenciones
internacionales. Sin embargo, Cusick deja en claro que la táctica de la
música a alto volumen muestra un grado estremecedor de sadismo: la
selección de canciones parece diseñada tanto para entretener a los
captores como para repugnar a los cautivos. Probablemente pocos
detenidos entendían las letras en inglés dirigidas hacia ellos.
No había lineamiento oficial que dictara las listas de reproducción de las prisiones; los interrogadores las improvisaban in situ,
valiéndose de cualquier música a la mano. Pieslak, quien ha
entrevistado a varios veteranos de Irak, observa que los soldados
reproducían muchas de las canciones en beneficio propio, particularmente
cuando se estaban preparando para una misión peligrosa. Ellos, también,
preferían los rincones más anárquicos del heavy metal y el gangsta rap.
Así, ciertas canciones servían tanto para inducir a los soldados en un
frenesí letal como para aniquilar el espíritu de sus “enemigos
combatientes”. No podría pedirse una demostración más clara de la
no-universalidad de la música, de su capacidad de sembrar discordia.
Los soldados le dijeron a Pieslak que utilizaban la música para
arrancarse ellos mismos la empatía. Uno dijo que él y sus camaradas
buscaban “música de tipo predatorio”. Otro, después de admitir, no sin
algo de vergüenza, que la canción “Go to Sleep” de Eminem (“Muere, hijo
de puta, muere”) era el “tema musical” de su escuadrón, dijo: “Debes
volverte inhumano para hacer cosas inhumanas”. El caso más
desconcertante era la elección de “Angel of Death”, de Slayer, en donde
se imagina el mundo interior de Josef Mengele: “Auschwitz, el
significado del dolor/ La manera en la que quiero que mueras”. Otras
canciones distan mucho de ser alegre propaganda bélica como “Over
There”, la tonada patriótica de 1917 de George M. Cohan. La imagen de
los soldados preparándose para una misión mientras escuchan “One” de
Metallica —Una mina me ha quitado la vista
me ha dejado con mi vida en
el infierno— sugiere el grado en que ellos se sentían, también,
atrapados en una maquinaria malévola.
Como señalan Hirsch y otros académicos, la idea de la música como
algo inherentemente bueno se estableció apenas en los últimos siglos.
Filósofos de épocas anteriores tendían a ver el arte como una entidad
ambigua y poco confiable, que debía manejarse y encauzarse con
propiedad. En la República de Platón, Sócrates se mofa de la
idea de que “música y poesía eran sólo juego y no producían ningún
daño”. Distingue entre formas musicales que “de modo conveniente imitan
el tono y el ritmo de una persona valerosa activa en la batalla” y otras
que le parecen blandas, afeminadas, lascivas y melancólicas. El Libro de los ritos
chino distinguía entre el sonido armónico de un Estado con buen
gobierno y el sonido rencoroso de un Estado en confusión. Juan Calvino
creía que la música “tenía la capacidad insidiosa y casi increíble de
moldearnos de acuerdo a su voluntad”. Continúa: “Debemos estar atentos
para controlar la música de modo que nos sirva para el bien y que para
nada nos lastime”.
Los pensadores alemanes de las tradiciones idealistas y románticas
—Hegel, E.T.A. Hoffmann y Schopenhauer, entre otros— iniciaron una
revaluación drástica de lo que la música significa. Se volvió un portal a
la infinitud del alma, y expresaba la añoranza colectiva de una
humanidad libertaria y hermanada. Con la canonización de Beethoven la
música se volvió el vehículo del genio. Sublime como es Beethoven, el
alegato de la universalidad musical asimiló fácilmente los deseos
alemanes de supremacía. Al musicólogo Richard Taruskin, cuya rigurosa y
desapasionada visión de la teoría musical occidental ha puesto las bases
de mucha de la producción intelectual de la disciplina, le gusta citar
la frase irónica que el historiador Stanley Hoffman, quien murió el año
pasado, articuló: “Hay valores universales, y resulta que son los míos”.
A pesar de la catástrofe cultural de la Alemania nazi, persiste la
idealización romántica de la música. La música pop de la tradición
estadunidense se percibe hoy como una fuerza omnipresente de redención
mundial. Muchos consumidores prefieren ver sólo el lado positivo del
pop: lo abrazan como una influencia cultural y espiritualmente
liberadora, relativamente libre de la rapacidad del capitalismo a pesar
de que inunda el mercado. Cuando se sugiere que la música puede
despertar o incitar a la violencia —como las fantasías gráficas de abuso
y asesinato de Eminem, o más recientemente, el tufo de una cultura de
violación en “Blurred Lines” de Robin Thicke— los aficionados de súbito
desestiman la potencia de la música, mostrándola como un juego
inofensivo que no puede movilizar los cuerpos. Cuando Eminem proclama
que “sólo está haciéndose el chistoso, hermano”, su palabra se toma en
serio.
Bruce Johnson y Martin Cloonan se ocuparon de esta inconsistencia en Dark Side of the Tune; Popular Music and Violence
(2008). No son reaccionarios de la línea de Tipper Gore, tratando de
atizar un pánico moral. Pioneros de los estudios de la música pop se
aproximan a su tema de estudio con gran respeto. Sin embargo, si la
música puede moldear nuestro “sentido de lo posible”, como ellos dicen,
entonces también tiene el poder de actuar destructivamente. O la música
afecta al mundo que la rodea o no. Johnson y Cloonan evitan afirmaciones
sobre una relación causal directa, pero se niegan a rechazar conexiones
entre la violencia en la música —tanto en términos de su contenido
lírico como del impacto de los decibeles— y la violencia en la sociedad.
Además, la brutalidad musical no necesita involucrar un acto brutal,
dado que “una canción de vilipendio es en sí misma un acto de violencia
social”.
El patrón de agresión sónica que conecta al asedio de Noriega con la
guerra de Irak ilustra estos temas de la manera más clara. Había una
resaca desagradable de triunfalismo cultural en la música agresiva e
hipermasculina que se utilizaba para humillar a los prisioneros
extranjeros. “La subjetividad del detenido debía perderse en la
avalancha de sonidos americanos”, escriben Johnson y Cloonan.
En un nivel simbólico, los rituales de Guantánamo presentan una imagen
extrema de cómo la cultura estadunidense se impone a fuerzas sobre un
mundo con frecuencia reacio.
Aunque la música tiene una capacidad tremenda para crear sentimientos
de comunidad, ninguna comunidad puede formarse sin excluir a quienes no
pertenecen a ella. El sentido de unidad que una canción despierta en
una tribu de humanos puede verse como algo bello o repulsivo
—dependiendo en general de si se ama o se detesta la pieza en cuestión—.
El volumen aumenta la tensión: poner música estruendosa es un acto
hegemónico, una declaración de desdén hacia todos aquellos que piensen
diferente. Ya sea que estemos marchando o bailando o sentados en
silencio, el sonido nos moldea en una misma masa. Como apunta Quignard
en El odio a la música, obaudire, latín para obedecer, contiene audire,
la acción de escuchar. La música “hipnotiza y causa que el hombre
abandone lo expresable”, escribe. “Cuando escucha, el hombre se vuelve
cautivo”.
El breve y desconcertante libro de Quignard dista mucho de la
sobriedad de los libros académicos que tratan el tema de música y
violencia. Flota en un espacio, peculiarmente francés, entre filosofía y
narrativa, y avanza en misteriosos vuelos líricos, ilustrando escenas
con los mitos y con la historia. Una secuencia deslumbrante evoca la
negación de san Pedro a Jesús antes del tercer canto del gallo. Quignard
imagina que, de ahí en adelante, Pedro quedó traumatizado por cualquier
ruido agudo, y que tapió su casa para escapar a la cacofonía de las
calles: “El palacio estaba envuelto en silencio, las ventanas cegadas
por cortinas”.
Por años, Quignard fue miembro activo de la escena musical francesa,
organizando conciertos y trabajando con el violista catalán Jordi
Savall. Quignard coescribió el guión de la película empapada de música Tous les Matins du Monde, de 1991. Poco después se alejó de ese tipo de proyectos y escribió El odio a la música como un cri de coeur.
Aunque no explica este cambio repentino, insinúa que algo tuvo que ver
la insensata ubicuidad de la música en la vida contemporánea —Mozart en
7-Eleven. Quignard le añade a este lamento familiar un filo salvaje. En
el capítulo sobre la infernal Muzak de Auschwitz, cita a Tolstói: “Ahí
donde quiera tenerse esclavos, debe haber cuanta música sea posible”.
Los pasajes más inquietantes del libro sugieren que la música siempre
ha tenido un corazón violento —que puede estar edificada sobre la
necesidad de dominar y matar—. Conjetura que alguna de la música más
temprana fue hecha por cazadores para atraer a sus presas, y dedica un
capítulo al mito de las sirenas, quienes, en su lectura, sedujeron a los
hombres con una canción de la misma manera en que los hombres alguna
vez sedujeron a los animales con música. Quignard reflexiona en que
algunas de las primeras armas servían como instrumentos: una cuerda
tensada en un arco podía puntearse para hacerla resonar o podía lanzar
una flecha por los aires. La música dependía conspicuamente de la
matanza de animales: arcos del pelo de los caballos deslizados sobre
tripas de gato, cuernos desprendidos de las cabezas de grandes animales.
¿Qué hacer con estas terribles reflexiones? Renunciar a la música no
es una opción —ni siquiera Quignard pudo lograrlo—. En cambio, podemos
renunciar a la ficción de la inocencia de la música. Descartar tal
ilusión no le resta importancia a la música; al contrario, nos permite
registrar el misterioso poder del medio. Admitir que la música puede
volverse un instrumento del mal significa tomarla en serio como una
forma de la expresión humana.
Alex Ross
Crítico musical de The New Yorker. Sus libros: El ruido eterno (2007) y Escucha esto (2012).
Traducción de Juan Pablo García Moreno.
Este ensayo apareció originalmente en The New Yorker en la edición del 4 de julio de 2016.
1 Hay edición en español editada por El cuenco de plata, 2012. (N. del t.)
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